Probablemente me caerán rayos y centellas de parte de sus seguidores.
No importa. Ya preparé el pararrayos. Ya alisté el chaleco a prueba del
fuego de sus fanáticos que, en radicalismo, superan a los talibanes. No
obstante, como diría el siempre vigente maestro Escalona, “pero resulta
que ocurren casos, me dan ganas y no me aguanto como” al vallenato le
pasó.
Sin más rodeos, planteemos el tema. Entre los muchos problemas que
aquejan a la música vallenata contemporánea (baja calidad y
banalización de sus letras, canciones prefabricadas y producidas en
serie, pérdida de lirismo y de creatividad, mercantilismo rampante,
malas producciones, relaciones non sanctas de los artistas, y un
infinito etcétera), hay uno que me saca de casillas: el exceso de
velocidad en la interpretación. Pareciera que sus intérpretes estuvieran
inmersos en una carrera de fórmula uno y no ejecutando música para el
deleite de los oídos. En sus presentaciones, sean privadas o públicas,
los conjuntos dan la impresión de competir por cuál de todos es el más
veloz, olvidando con ello la imprescindible cadencia y los patrones
rítmicos inherente a nuestra música.
La gran mayoría de jóvenes intérpretes –muchos de ellos amigos y
conocidos– han incurrido en esta afanada y errónea competición que es
verdaderamente molesta para los oyentes y sin sentido. Ninguna
agrupación se salva: Silvestre Dangond, Peter Manjarrés, Martín Elías,
El Mono Zabaleta, Omar Geles, Luifer Cuello, Churo Díaz, Elkin Uribe,
Los K-vras, Los K-Morales y muchos otros corren como locos, como si
hubiese un premio al final por ser más rápidos. Ya ni bailar se puede,
salvo que se intente estar toda la fiesta al compás de un acelerado
“ritmo” imposible de mantener más de tres piezas, so pena de quedar con
la cadera dislocada. Es que ni las canciones lentas y pausadas como
Ausencia, Río Badillo, Por ella, Te necesito o Bonita dan para tocar al
ritmo y tiempos adecuados. Todo es aceleración, ímpetu descontrolado,
caída libre, van a mil por hora. Fernando Rangel –enhorabuena rey
vallenato (2012)– perdió el pasado festival (2011) frente a Almes
Granados, el último acordeonero de la vieja guardia, precisamente por
tocar el son (el aire más lento de los cuatro) pasado de revoluciones.
Naturalmente, la rapidez en la interpretación ayuda a esconder muchas
fallas musicales que quedarían al desnudo a una menor velocidad. Tal
vez por esto las agrupaciones han incurrido en este detestable modo de
ejecutar la música, que, al final, termina generando una estridencia
insoportable para el oído amante de la buena música. Lo peor es que el
problema no se reduce al campo de la interpretación; ya ha hizo
metástasis y se extendió infortunadamente a la composición, alma y
nervio del vallenato.
El contraejemplo de lo que aquí se critica es la producción fonográfica de Chabuco, titulada
Clásicos Café de la Bolsa, en la cual le da una lección inmejorable a
los nuevos artistas de cómo explorar alternativas musicales sin alterar
los cánones esenciales del vallenato. En su obra, con clara influencia
del latin jazz, Chabuco, sin ser la mejor voz, suena acompasado, con
gracia, agradable, en una palabra: natural.
Por supuesto, los artistas clásicos del vallenato como Poncho, Jorge,
Diomedes e Iván están curados de incurrir en tan horripilante manía.
Como diría el refranero popular, son como viejos leones que rugen
sentados. Ellos cantan sin afanes, sin prisa.
Soy consciente que el vallenato, como cualquier otro género musical,
evoluciona. Sin embargo, largo es el trecho entre evolución y
revolución. Las presentaciones en vivo que he visto últimamente
confunden cadencia con estridencia. Antes de que disparen sus dardos sus
fanáticos, conviene recordarles a artistas y seguidores, el viejo
adagio que reza que de la carrera sólo queda el cansancio. Nada más.
Por Andrés Molina Araújo